Virginia Cox Balmaceda

“Sor Ángeles”, cuento de Virginia Cox Balmaceda incluído en el compilado “La antimadre”

Con el objetivo de rescatar las memorias de Virginia Cox Balmaceda –la nula participación protagónica de lo femenino–, una de las primeras feministas de Chile se publicó Obras completas volumen que contiene novelas, crónicas y cuentos.

Virginia Cox Balmaceda
Crítica e inquieta, con un intenso sentido de observación, repudio al conformismo, rechazo a la pasividad y a la nula participación protagónica de lo femenino, así era Virginia Cox Balmaceda, escritora y periodista chilena (1910-2002). Con el objetivo de rescatar las memorias de una de las primeras feministas de Chile, que rompió con varios patrones establecidos, Editorial Cuatro vientos publica Obras completas, volumen que contiene dos novelas, diecisiete crónicas de viajes, cuarenta cuentos en tres colecciones y un trabajo autobiográfico. Te invitamos a leer Sor Ángeles, cuento breve perteneciente al libro La antimadre, publicado en 1982.

Sor Ángeles

Silenciosamente, los ojos bajos y las manos juntas, se desliza la joven monja. Golpea.
—¿Puedo entrar?

Sor Ángeles aún no ha recibido la Cruz. Hace dos meses que el velo blanco de novicia se cambió por el negro de religiosa.

—Madre, le traigo una fotografía que encontré en el escritorio de Gabriela.

Entrega a la Superiora el retrato de un muchacho, con una dedicatoria: “Te adoraré siempre”.

Problemas de esta índole se presentan constantemente ante la Maestra General. Ese retrato implica doble bravata a la disciplina.

Gabriela tiene 15 años. No es misterio para madre Consuelo que a esa edad bullan las inquietudes sentimentales y fisiológicas. Evidencia que no admite el espíritu de la congregación.

La Maestra General observa a la religiosa. Su mirada avezada perfora las apariencias. Esta joven la inquieta más que cualquier alumna. Detecta en ella una sensualidad que no apacigua la dureza del reglamento.

Su cuerpo fluye macizo y dulce entre los pliegues del hábito. Mordisquea sus labios sombreados. Frota blandamente sus manos deshuesadas, siempre juntas, como imposibilitadas de separarse. Los ojos bajos brillan lustrosos a través de las pestañas.

—¿Qué actitud deberíamos tomar? ¿Qué castigo merece Gabriela? Deme su opinión, Hermana.

—Carezco de la experiencia necesaria, Madre. Dejo en sus manos cualquier decisión. No me inclino a la clemencia.

Con su andar cadencioso, abandona la salita.
Madre Consuelo reprende a Gabriela:

—¿Qué significa esta fotografía? ¿A qué viene este desafío?

Cabeza gacha, el mentón hundido contra el pecho, la niña permanece silenciosa. Su sangre vibra a latigazos. Comprende que ha sido delatada por sor Ángeles. Su instinto le dice que la ha herido. La ansiedad sube a la boca con sabor amargo. Guarda obstinado silencio.

Madre Consuelo reflexiona. ¿Sospecha? ¿Qué? A pesar de sus largos años en contacto íntimo con el Pensionado y la Comunidad —íntimo hasta donde lo permite la Madre Fundadora—, es una inocente, no está preparada para enfrentar, ni menos prevenir, turbios conflictos.

Gabriela es de esas alumnas opacas, venida de provincia, sin brillo social ni talento. Desde el primer día la distingue madre Ángeles. Le inspira lástima. Desencadena en ella el reprimido instinto maternal. Subconscientemente, se va adueñando de esta tímida adolescente.

—No somos ricos, Madre, mis padres trabajan. Soy la única mujer y quieren lo mejor para mí. Sueñan que sea amiga de las niñas de alta sociedad. Enloquecerían si me casara con un rico santiaguino.

—Usted, Gabriela, merece lo mejor. En eso estoy de acuerdo con sus padres.

La chiquilla la mira sorprendida.

—Merezco lo mejor. Gracias, Madre.

La abraza y besa efusiva.

—¿Sabe, Madre?, la estoy queriendo tanto como a mi mamá.

El contacto estremece a la monja.

—Madre, ayúdeme. No quiero seguir saliendo los domingos a esas casas. Tengo terror a esa gente, desde los abuelos hasta los empleados. Son crueles, preguntan mis dos apellidos, fingen no entender. Observan mis zapatos, mis guantes, mi uniforme.

—¿Son de Talca?

—Me tratan igual que a sus sirvientes. No quiero salir más a casa de ninguna de ellas. Prefiero quedarme aquí con usted.
Perturbada, la monja aconseja:

—Tranquilícese, Gabriela. Haré lo que pueda.

“Esta niña tímida y sola me necesita”. (¿Cuánto la necesita ella?). “Sin mi protección, la habrían aniquilado. Mi deber es protegerla. Le estoy haciendo un bien”. Y se transforma en su protectora.
Una tarde, la niña afirma espontáneamente:

—Usted, Madre, es la persona que tengo más cerca en el mundo.

Los ojos oscuros de la monja brillan intensos; se arquean sus cejas compactas. Una turbación que no osa encarar altera a la religiosa. Un trastorno que sella con mil sellos. En la monja triunfa la mezcla indestructible de disciplina e hipocresía. Comulga, se confiesa, se engaña a sí misma, tratando de engañar a Dios. Su conflicto no estallará nunca. No existe tal conflicto. La prueba es que no ha vacilado en delatar a Gabriela.

Durante el invierno, Gabriela enferma, siendo trasladada a la enfermería. Madre Ángeles la visita diariamente y disputa los cuidados a la Hermana enfermera. Acaricia la frente sudorosa salpicada de pecas. Cepilla los cabellos colorines. Ayuda en los sinapismos, las fricciones, los pequeños cuidados. Sin buscarlo, aspira ese olor a frutas verdes; conoce el cuerpo tierno y fuerte de la adolescente, sus movimientos de cachorro regalón, ese cierto abandono.

Cuando Gabriela regresa al Pensionado, la amistad toma un giro más íntimo. La monja, al darle las buenas noches, besa su frente. Para subir la escala, la apoya abrazándola.

—Hasta que se reponga —explica.

La necesidad de acercarse más y más se va haciendo irresistible. Las vacaciones para ambas, un desgarramiento. ¿En qué momento ardió la peligrosa chispa? Culminó, incontenible, la corriente ciega y creciente, exacerbada con el contacto obligado y la represión continua. ¿Cómo, entre tanta vigilancia, tanta disciplina, tan cerca de Dios, explotó esta pasión que sacudió la estructura misma del convento?

Las religiosas jamás toleraron una pregunta, el menor comentario. Nunca se volvió a nombrar a la monja o a la alumna. Ambas desaparecieron…