Por @lalalita
Puede ser apenas un puñado de personas, cientos o miles, el número no importa. Pero cuando un grupo de personas se reúne en torno a una misma fuente musical pasan cosas maravillosas. Siempre había sido muy consciente de mis propias emociones frente a la música, de reconocer cuando, lentamente, una electricidad comienza a recorrer la espalda desde la base hasta llegar a la cabeza, con un gesto en el que algo pareciera levantarte, elevarte unos centímetros por sobre el suelo.
No había sido tan consciente de esa experiencia cuando nos sucede a muchos al mismo tiempo, cuando, como una maraña de luces navideñas, se van encendiendo una a una conforme llega el estímulo: un recuerdo, una memoria, un acorde que se te encaja en la mitad del cuerpo, una línea musical que te hace mover las manos, cerrar los ojos, llorar de emoción.
Y así van, una a una, encendiéndose todas las luces, removiéndose todos los cuerpos, por distintas razones, a diferentes ritmos, pero ocurre –porque siempre ocurre– ese momento en el que todas las piezas encajan, todas las luces iluminan juntas, todos respiramos sincronizados, estamos irremediablemente sostenidos por una misma energía.
Emana de la multitud una fina onda que responde a ritmos y silencios, que nos envuelve, que nos atrapa, si pudiéramos verla sería como una tela delgada (en mi mente, de color azul) que se extiende a la altura de nuestras cabezas.
Es un campo magnético que vibra en un solo pulso, un trance que dura lo que dura un concierto, pero que se interna en cada célula y permanece ahí para siempre. La música nunca es solo eso, es siempre mucho más.
Es mayormente el pasado que vuelve en oleadas y nos encuentra en el presente, y choca como el agua cuando toca la roca. Es un tren de recuerdos que se agolpan, pero que también van cambiando. Cada nueva experiencia nos permite reescribir ese recuerdo, dotarlo de un sentido y significado nuevo y diferente. El cuerpo aprende nuevas formas de sentir, nuevas memorias que llamar.
Personas saltando, gritando, cantando al unísono de maneras tan diversas, en tonos diferentes, pero nunca se escucha una sola persona, pareciera una sola gran voz que emerge desde las entrañas de una masa llamada público, que finalmente solo es una cosa: energía en estado puro.
O un silencio cuando no te quedaron palabras, solo queda el cuerpo intentando procesar lo que acaba de pasarle por encima, lo que se le ha metido a través de los poros después de que se ha levantado cada pelo.
El fin de semana pasado me llené de tantas energías distintas, pero me quedo con la emoción que me hizo llorar al final de mi jornada de domingo: Björk, el que a mi juicio ha sido el mejor concierto del año. Compartí fotos de los encuentros con amigas y amigos, lo que sentí lo dejaré para mí porque no hay forma gráfica de expresarlo, aunque hice el intento de ponerlo en algunas palabras.