A propósito de Copa América y la campaña para no pifiar el himno de los rivales en el estadio, me puse a pensar en la eterna costumbre deportiva de pifiar desde el público y en mi experiencia con ella, tanto como espectadora y como deportista.
Aprendí a chiflar justamente para poder pifiar a los adversarios en vóleibol, deporte que practicaba en el colegio; desconcentrarlos cuando sacaban, o simplemente tratar de mostrar una superioridad desde la barra cuando miraba un partido desde los escaños mientras jugaba otra categoría o los hombres de mi equipo.
Pifiar no me parece malo en sí; cuando yo fui la deportista que “sufrí” las pifias de la barra rival, eso sólo me envalentonaba para enfrentar la siguiente jugada, y hacía la celebración y emoción de cada punto algo tanto más poderoso que lo que creo ver en un deporte más “educado” como el tenis.
Pifiar es un derecho del público cuando el árbitro cobra algo mal o cuando los rivales hacen tiempo o cometen faltas no castigadas, es una herramienta del juego, que permite que el equipo que está jugando no sea el que reclama y permite que una barra sea parte de un partido, sin físicamente interferir (además de obviamente alentar, que es la parte principal).
Pifiar el himno por supuesto que me parece un despropósito, y creo que la campaña de Copa América ha sido efectiva al respecto; en el Estadio Nacional, la semana pasada todos levantamos los papeles verdes durante el himno de Ecuador (aunque después todos los tiraron al suelo, algo no muy positivo), y disfrutamos de entonar el himno de Chile. Pero eso no tiene nada que ver con las pifias en otros momentos del deporte, esas pifias que nos permiten alegar, hacernos escuchar, volver a ser niños, participar del juego desde fuera de la cancha, y patalear sin violencia real.