Cofia y falda

Cofia y falda: enojos de una niña de colegio católico

Cofia y falda: enojos de una niña de colegio católico. Nirvana escribe desde México sobre su experiencia en la infancia y las primeras renuncias que le impusieron en un colegio católico y culposo.

Cofia y falda

Por Nirvana Artieda (@n.ii.r.v.a.n.a) Bolivia (@tremendas.bo)

Nací en un pedazo de tierra en el que es costumbre la exaltación de la virilidad (que me fue negada) y la precarización de la feminidad (que me fue asignada). Fui un bebé destinado a cubrir su primera piel con mantas de un solo color. Fui marcada en la frente y desde entonces han querido decidir todos por mí. Me he perdido de las más grandes y las más pequeñas delicias, de las más importantes y las más básicas decisiones. Así que empezaré contándote sobre las cosas más chiquitas, cuya renuncia me ha costado lágrimas y confusiones.

Como es natural, conocí el valor del castigo y la rebeldía en mi vida infantil. Yo fui una niña extrovertida pero complaciente, quejumbrosa al escribir y medianamente prudente al hablar. Imagíname, entonces, con diez años y saliendo al descanso. Una orquesta de gritos femeninos me detiene en el pasillo y la directora dice con voz autoritaria: “Chiquita, la falda debe ir dos dedos debajo de la rodilla”. Para entonces sabía muy poco sobre el peligro de mis piernas en un mundo de hombres hambrientos, pero la regenta no tardaría en hacérmelo conocer.

Me sentaron junto a dos compañeras para el sermón: “Ya conocen ustedes las reglas: cabello recogido, cara lavada, falda dos dedos debajo de la rodilla”. Inmediatamente, hice una pregunta que me salvó la vida (aunque me quitó 10 minutos de recreo y otros 10 de la siguiente clase): “Profesora, ¿por qué?”. “Porque son las normas del colegio”, respondió. “Sí, pero ¿por qué?”, insistí. “Mira, chiquilla, es lo que una damita de tu edad debe traer puesto, al colegio vienes a estudiar”.

Me quedé aun más confundida, pero poco me importaba en ese entonces. Así que dibujé una cara atenta, disciplinada y predispuesta y me fui corriendo a ver si todavía me alcanzaba el tiempo para comprarme un chocolate.

Ya en mi casa, al quitarme la falda, apareció otra vez la sensación de vergüenza que enfrenté junto a mis dos compañeritas en la secretaría del colegio. Me puse a pensar en la palabra “chiquita”, me observé en el espejo y, naturalmente, era yo muy pequeña todavía (sobre todo para preocuparme por estas cosas). Sin embargo, me sorprendió que no dejaran de llamarme así hasta mis 17 años en todas partes: “chiquilla”, “dama”, “mujercita”, “señorita”, (“ita”, “ita”, “ita”).

Gracias a estos inofensivos vocativos, para entonces, aún veía a la misma guagüita en el espejo, todavía tenía las ideas más reducidas sobre mí misma y mi posición en el mundo. Yo era uno de esos seres que no ocupaban mucho espacio y que, según las santas monjitas del colegio, tenía un cuerpo peligroso para Dios y sus hijos -todos entes masculinos que pretendían nombrar al mundo entero (lo que me incluía a mí, por supuesto)-.

Así fue cada día de aquella desagradable etapa de “estudio” en un colegio cuyas normas de comportamiento eran invasivas e ignorantes. Pero ¿qué norma patriarcal no encaja en esas dos categorías? Me hacían sentir que los otros cuerpos, el maquillaje y las faldas cortas eran cosas muy prohibidas. Me hacían desear todas estas “barbaridades” (mal por ellas, les salió todo al revés).

Crecí, empecé a prestarle más atención a mis preguntas que a los chocolates y, como era de esperarse, me enojaron todas las respuestas. Pasaba varias clases al mes fuera del curso por llevar puesta la falda más corta que tenía, por jugar con mi cabello suelto e incluso a veces por no peinarme. Pero al final, como todas, terminé cediendo. Había de cumplir con la tarea y hacer los trucos cual animalito subordinado, no para ganarme un premio, sino para evitar el castigo (el sermoneo de la regenta en frente de los varones, el “te quiero cuidar” de la maestra, la vergüenza).

Lea, maestra. Si aquella dulce advertencia (“queremos cuidarte”) hubiese sido auténtica, hubiese observado cómo el maestro de historia veía debajo de mi falda y la de mis compañeras cuando subíamos las escaleras y -si acaso- frenar la situación, en lugar de dirigirse a mí como si la que tuviese que abandonar su mala actitud fuese yo.

Pensará usted que cuando dejé la falda en casa, aquel maestro se relajó. No fue así. Ojalá hubiesen tenido razón cuando decían que ahí estaba el problema: en el peinado, en las medias, en el uniforme, en el maquillaje. Si así hubiese sido, tanto la situación mía como la de mis compañeras habría cesado y hoy no tendrían que ocultar la cara detrás de la cofia y el rosario.

Léame, le sorprendería cuánto me acuerdo yo de sus gritos. Su rostro aún merodea por aquí de vez en cuando y me persigue furioso, decepcionado, con ganas de exponerme. Me he topado con sus facciones -tan parecidas a la culpa- después de cada alegría que le di a mi cuerpo. Me ha reñido usted furibunda bajo la almohada luego de haber hecho lo que se supone que una dama no debería hacerse a sí misma a tan temprana edad. Me ha gritado junto a sus colegas luego del primer beso que le di a un hombre, ha vociferado aún más cuando besé a una mujer, ¿se ha creído acaso, como todos, dueña de mi cuerpo?

 

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