por Ximena Torres Cautivo
Bello e intrigante. Así es “Los días de Jesús en la escuela”, relato del Nobel sudafricano J.M Coetze, que es la continuación de “La infancia de Jesús”, novela que no requiere haber sido leída para entender esta segunda parte.
Bello es un adjetivo feo, que si prescindimos de rigores ortográficos remite a pilosidad menor, a pelos de tono menor que afean la piel que uno preferiría lisa, sin texturas de durazno, sin vello. O a la estatua del educador por antonomasia en estas latitudes, don Andrés Bello, que vegeta dándole la espalda a ese edificio color yema de huevo todo lleno de grafitis que alberga la sede central de la llamada “casa de Bello”. Pero en el caso de este novela de poco más de 200 páginas, la palabra bello quiere decir eso: que posee la cualidad de la belleza.
Coetze tiene un talento natural para trasladarnos al mundo como era en la infancia. Es capaz de hacernos recordar la sensación de caminar entre la hierba a pata pelada, de darse un chapuzón en el agua helada de un lago, de dejar pudrirse la fruta de la colación en el pupitre y vivir para siempre con ese olor asociado a los años del colegio.
Es notable que un hombre nacido tan lejos, criado en otra lengua, arme un mundo que a uno le resulta tan familiar. Es como cerrar los ojos y estar acostado en la cama, con la luz apagada, mientras los adultos tienen una fiesta detrás de la puerta. Se escuchan risas, música suave, el sonido de los cubiertos y los vasos, las conversaciones achispadas, y uno está acostado en la cama, con ganas de ser grande y poder estar al otro lado de la puerta.
Partí leyendo “Los días de Jesús en la escuela”, pensando que Inés y Simón, los padres no padres, del niño David, eran José y María, los padres de Jesús. Y que su misteriosa huida de un pueblo donde eran perseguidos hasta Estrella, el lugar donde se desarrolla la trama, tenía que ver con la matanza de niños menores de dos años nacidos en Belén ordenada por Herodes, lo mismo que el plan de no permitir que David fuese contabilizado en el inminente censo que harán en el pueblo. Pero nada que ver. Coetze -y este es el análisis de los mucho más leídos que uno- no está aludiendo al Jesús de los cristianos. El nombre de la novela no tiene nada que ver con el hijo de Dios y la trama está mucho más ligada al mito de Er, narrado o reproducido por Sócrates al final de “La República” de Platón, donde nos dice que, después de la muerte, las almas no se reencarnan hasta haber cruzado el Leteo, el “río del olvido”. O sea, otras densidades mucho más filosóficas que histórico religiosas.
Acá los personajes -Inés y Simón, que no son pareja y se conocieron en un barco, con el niño David, al que “adoptaron”, luego de que se extraviera y no encontrara a su madre en el mismo barco-, tienen que ver con un cambio de vida misterioso y un proyecto común: criar un niño especial, que todo el tiempo los está provocando y diciendo que no los quiere, pero haciéndolos pensar y pensarse a sí mismos, es especial a Simón. A estos tres personaje se suman otros tan improbables como ellos, el matrimonio Arroyo, que dirige una Academia de Danza, y el cuidador de un museo contiguo a la academia, Dimitri, que ama a la bellísima señora Arroyo, a la que finalmente mata, después de violarla.
David admira al asesino, ama a su profesora Arroyo y no entiende que la pasión mate, como le explican los adultos.
Todo en esta lectura es raro y bello. Los personajes, sobre todo la señora Arroyo y David, el niño; las preguntas y las respuestas, la teoría de la danza y los números y las estrellas, y la prosa simple, despojada, inteligente y bella de Coetze, que todo el tiempo me lleva a la infancia.
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