por María Beatriz Padrón R.
En mi familia siempre se ha considerado “obligación” acudir a funerales cercanos y no tan cercanos. Dar el pésame a los deudos de manera presencial forma parte de un ceremonial que todos los Padrón (y los Ramos) aprenden casi antes de entrar al kinder.
Mi mejor amiga murió cuando ambas teníamos 19 años. Desde entonces no voy a funerales, velorios ni entierros. No es por ser cómoda, antisocial o mala persona. Simplemente no puedo. Siento que me paralizo. El dolor ajeno me supera más que el propio.
Aún recuerdo a mi mamá diciendo “… ¿pero cómo no vas al velorio de Rosita Pérez? Ella te cargó cuando eras bebé!! …” Pues con todo y la cargada, no fui al velorio.
Esa escena se repitió innumerables veces durante mi vida adulta y nunca me convencieron. Al final la familia desistió porque entendieron que no iba a dar mi brazo a torcer.
Pero todo cambió en el 2014. Ya tenía un año viviendo en Santiago y mis papás estaban muy enfermos en Caracas.
Gracias a mi primo y a mi hermana pude viajar a finales de enero; pero sólo una semana porque finalmente conseguí trabajo en Chile. Regresé el 3 de febrero y justo una semana después murió mi papá.
Sin dinero para regresar y con la tristeza aumentada al 500% me quedé en Santiago trabajando con el apoyo moral de mis amigos siempre presentes en Facebook, Twitter y WhatsApp.
Lo mismo sucedió en junio cuando murió mi mamá (20 días después del cumpleaños de mi hermana Carmen y un mes antes del mío).
Ahí entendí que dar el pésame es mucho más que una norma social. Es demostrarle a ese amigo que te importa cómo se siente y que cuenta contigo siempre.
El problema es que, para mí, un abrazo dice mucho más que mil palabras pero aún no han inventado la red social que pueda abrazar a distancia cuando sientes que perdiste la mitad de tu corazón.
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A mi tampoco me gusta ir a funerales o velorios. Es muy triste, pero creo que a pesar de lo incómodo que una puede estar, es necesario acompañar a la persona que la está pasando mal.